Cuando salimos ese martes de Leipzig, al sur de Alemania, nuestro plan era viajar de ride lentamente hasta llegar a Barcelona, el jueves a más tardar.
Nunca imaginamos que unos días después terminaríamos en Nuremberg tomando un camión para hacer un viaje de 22 horas con un vecino de asiento tan brabucón que había estado en la cárcel por apuñalar a una persona y estuvo a punto de ser bajado del camión a madrazos por ebrio e impertinente.
De todos los lugares en los que hemos pedido ride, Liepzig ha sido uno de los puntos más difíciles. La primera vez, cuando intentamos ir desde ahí a Berlín, nos tomó toda una tarde, pese a que la distancia es apenas de 2 horas en carro. La segunda vez no tuvimos tanta suerte. Nos tomó un día y medio y mucho dolor de espalda, después de caminar por varios kilómetros con las mochilas a cuestas.
Terminamos en una camioneta con rumbo a Munich, destino que evitamos en aras de ahorrarnos lo caro, ya que acababa de terminar el Oktoberfest. En vez de eso elegimos Nuremberg, el primer error de una serie.
Llegamos de noche a esta ciudad medieval amurallada, el cansancio nos permitió apreciar poco la belleza de los edificios, la placita central y la catedral con gárgolas. Visitamos dos hostales sin éxito, uno estaba lleno, el otro era tan caro como un hotel. Nuestra petición de emergencia en CouchSurfing no funcionó. Al día siguiente intentamos planear otra ruta pero los trenes eran ridículamente caros, así que optamos por elegir un camión de Nuremberg a Barcelona, con muuuuuuuuuuuuuchas paradas.
Nuestro vecino de asiento era un español de 20 años. Traía consigo una botella de vodka porque “era su forma de viajar”: ponerse hasta la madre para luego poder dormir profundamente. Tenía pinta de delincuente juvenil de película, camiseta blanca entallada, cadena al cuello, boina, anillos y un aire de autosuficiencia. Como me dio una hueva tremenda chutármelo me hice la dormida (y finalmente acabé quedándome dormida). En cambio Aron se lo chutó todo el camino. Brindaron, comieron papitas, chocolates y galletas. Tres horas después el sujeto en cuestión estaba echando madres contra los choferes porque no ponían “la película que tienen que poner a las 9 de la noche”, porque “como clientes nosotros somos los reyes y ellos son nuestros esclavos, nos tienen que servir” y porque “choferes comemierda ni siquiera hablan inglés, deberían hablar inglés” (porque eran checos o algo así).
Total que harto de escucharlo gritar e insultar, el chofer que iba manejando se orilló en plena carretera, se paró de su asiento y fue a gritarle para que se callara mientras le picaba el pecho con su dedo índice. Un dramón. Todos los pasajeros veníamos con el ojo pelón. Luego de que el chofer regresó a su lugar, el chavo (Andrés, creo que se llamaba) seguía maldiciendo con su florido caló español (“me cago en tu madre”, “la puta que te parió”, “chofer comemierda”, lo cotidiano). Aron, con esa voz sobrenatural calmabestias que tiene, lo tranquilizó y lo convenció de que se durmiera.
El resto de la noche, Andrés alternó entre dormir y guacarear en el baño del camión. Asqueroso. En fin. Una hora antes de llegar a Barcelona, en un lugar llamado Lloret de Mar, se bajó del camión. Y adiós don Apuñalo-al-que-me-eche-bronca-y-me-empedo-en-los-camiones.
Ahora estamos en Barcelona, buscando chamba para ahorrar para el invierno, como las hormiguitas. Hemos dejado CVs en como 40 hostales y hemos hecho algunos trabajos. Aron ha ido de modelar desnudo para una pintora a actuar como extra de películas.
Barcelona nos ha devuelto el clima cálido que ya extrañábamos en Berlín y también otro tipo de calidez, la de la familia. Con Ana, el cuñao David y los sobrinitos Jordi y Simón hemos hecho papel de tíos, (algo nuevo para nosotros): nos estrenamos en la hechura de piñatas, jugamos, Aron hace de titiritero y ya hasta nos sabemos la coreografía de un monito llamado Pocoyó. Y en eso, hacerla de tíos y buscar trabajo, hemos invertido el tiempo que llevamos en Barcelona…
Bienvenidos a Barcelona, donde este perro vende flores a la vuelta de la casa de Ana.
¡Pero nunca olvidamos a Berlín! Aquí tenemos a Jordi (de espaldas) y a Simón (con su cara patentada de Simón) haciendo su imitación de un semáforo berlinés.
En Barcelona todo el mundo anda en moto.
En el metro encontramos la máquina de dulces más grande jamás.
En el barrio del Raval con el gatote de Botero.
Para quien no la conozca, ésta es mi hermanita Ana.
Como buena niña mexicana, es fan de los miguelitos. Como buen hermanito, le vine cargando una bolsa de miguelitos en la mochila desde que salimos de México. Flipó.
Buscando trabajo. ¡Le entramos a lo que sea! Bueno, casi.
(Nótese la carpeta con currículums y la cara de desempleado.)
Bean.
Gracias güeritos, por conquistarnos, ahora tomen a nuestras mujeres y llévense nuestro oro.
En el Raval, Susanita lo vigila todo desde lo alto.
El feliz papá con sus felices hijos en la feliz resbaladilla.
Simón cumplió años y le hicimos una piñata de esas de globo y engrudo.
Por la Barceloneta... Barcelona tiene muchas playitas y ésta es la más concurrida por los turistas. A cada rato pasan tipos ofrecíendote, "¿cerveza?". Luego, en voz bajita, "¿hachís?"
Barceloneta.
Todo el mundo cuelga su ropa limpia de los balcones.
Al Simón le dieron esta coronita en la escuela por su cumpleaños.
Son unos PINGOS que no paran ni un minuto estos chamacos.
Era inevitable: la policía Playmobil la paró para ver que todo estuviera en regla.
Aquí los perros no pasan sed.
En Cataluña, la torta de huevo también sabe a huevo.
Vino el Papa aunque a muchos no les pareció (el letrero dice "yo no te espero".)
Ay ay ay AAAAAAY... canta y no lloooreeeees...
¿Qué poemas nuevos fuiste a buscar?
En la rambla de mar.